Hay tanto que contar

Ese es el título de una de las canciones de Greta y los Garbo, grupo extinto del que me confieso admirador. Y es también un titulo evocador para un post que surge de ideas tan distintas como la visión de una pequeña joya como Metrópolis, de Fritz Lang, o el fracaso de España en Eurovisión con Rosa y con el Chiqui Chiqui. No se me ocurre nada más antitético para mi gusto, pero creo que tienen puntos en común, que pueden ser de utilidad para el gestor de una pequeña empresa.

Empecemos por Metrópolis. En la película hay un pasaje en el que se narra la parábola de la Torre de Babel. Pero a diferencia de la versión que podríamos llamar bíblica, Lang cuenta la historia para que encaje en el mensaje de su película. El sueño de la Torre de Babel, que inicialmente parece algo grandioso, concebido por una mente brillante, exige ingentes sacrificios humanos, manos que lo hagan posible. Y el fracaso de Babel se da cuando ese cerebro, no quiere o no puede comunicar a esas manos la importancia de su tarea. Como dice en un momento el film, las manos que construyeron la Torre no saben nada del sueño de la mente que la concibió.

Algo similar pasa con el producto (con el permiso de Risto) Rosa y con el producto Rodolfo que enviamos a Eurovisión. ¿Por qué arrasaron en España y sin embargo, a pesar de lo que algunos piensen, fracasaron en Eurovisión? En mi opinión es sencillo. Ambos productos, más allá de los méritos artísticos de unos y otros, nos vendieron una historia. En el caso de Rosa, la de la superación personal. En el caso de Chiquilicuatre la del desafío contra la caspa, la de demoler algo en lo que no se cree. Y toda esa historia nos la fueron contando a través de shows, de los procesos de votación, de los debates en los periódicos, en internet, durante días, semanas. Eso es lo que atraía (a algunos) de Rosa o del Chiquilicuatre. Y nada de eso se le contó a los europeos, y si se hizo, no del mismo modo que a los españoles. Luego, evidentemente, fueron incapaces de entender de que iba todo, de enontrarle la gracia o la ternura, y de subirse al carro.

Acusaba Karl Marx al sistema capitalista de alienante. Venía a decir que el obrero que apretaba una tuerca estaba muy lejos del viejo artesano. Que era incapaz de ver en que se convertía su trabajo, de implicarse y de proyectarse en él. Que era un engranaje más. Y aunque el marxismo me quede tan lejos como Eurovisión, he de reconocer que tiene un poso de razón en muchos casos, en muchas empresas.

Y aquí va mi consejo. Las ideas, los conceptos, son poderosas herramientas. Los símbolos, las palabras mueven a la gente. No podemos esperar que nuestros colaboradores, que la gente que trabaja con nosotros adivine lo que pensamos. Debemos comunicarles, compartir con ellos nuestros sueño, nuestros anhelos, lo que hace que aportemos por un proyecto, por la empresa. Y esa misma filosofía la debemos trasladar también a nuestros clientes, que no compren sólo un producto, un servicio, intercambiable, fungible. Que compren nuestro sueño y que se lo vendan a otros, que ese es imposible que lo tenga la competencia.

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